El afecto es crucial en política. Construir relaciones interpartidarias fundamentadas en la cordialidad y el respeto sienta unas bases óptimas para cualquier negociación. En contraste, la brecha simbólico-afectiva entre PSOE y Podemos no dejó de crecer desde 2016 y ha sido uno de los principales obstáculos para un acuerdo de investidura.
Desde que comenzase la precampaña para las elecciones generales de 2015, con los resultados de las autonómicas y las municipales en la mano, el término “sorpasso” ocupó un espacio crucial en la discusión pública. Así fue hasta la repetición electoral del 26 de junio de 2016. Para esta cita, Podemos trató de ensanchar la base electoral de la mano de Izquierda Unida con la mirada puesta en conseguir el sorpasso, pero no sucedió. Las cuentas parecían claras: si en 2015 Podemos superó los 5.1M de votos y el PSOE sólo alcanzó a reunir 5.5M, los cerca de 900.000 ciudadanos que apostaron por Izquierda Unida (en aquellas elecciones ‘Unidad Popular-En Común’) serían suficientes para superar a los socialistas.
Unos cálculos demasiado planos
En política, las operaciones numéricas no siempre respetan las leyes matemáticas. A menudo, sumar dos elementos que se encontraban separados en un movimiento de simple yuxtaposición (A+B) no da de sí lo que se deseaba. Al sumarle B a A no se obtiene C, sino AB* (*es probable que tanto A como B reduzcan su tamaño durante la yuxtaposición, debido a la erosión que ésta produce: no a todos los votantes de A les gusta B y viceversa, y siempre existe una alternativa X e incluso alternativas Y, Z, etc). Si lo que se pretende conseguir es C (algo mayor que una sencilla suma A+B), la fórmula tiene que pretender que tanto A como B acepten fundirse en C para ser algo nuevo en esa unión: producir/generar en lugar de yuxtaponer.
Es decir, que los cálculos no eran tan simples como lo parecían cuando se consagró el ‘Pacto de los Botellines’. Las cuentas no salieron y Unidos Podemos quedó a una distancia casi idéntica a la que seis meses atrás las urnas habían otorgado únicamente a Podemos: alrededor de 400.000 votos por debajo del PSOE. En 2015, eso sí, si sumásemos los votos de Podemos e Izquierda Unida, el tándem se colocaba medio millón por encima de los socialistas. La idea de un frente común de cara a 2016 no era, pues, descabellada. Todo lo contrario. Habría bastado, quizá, con incluir en la ecuación un par de variables más.
Nueva tesitura… misma estrategia
Las elecciones del 26-J pasaron, la aritmética no cambió demasiado respecto a 2015 y el sector dirigente de Podemos, que conservaba por aquel entonces un grado de distancia mayor con Izquierda Unida a la hora de tomar decisiones tácticas, pudo haber cometido un error fatal: subestimar la solidez de los pilares del PSOE. El socialismo español no es como otros socialismos europeos. La magnitud histórica de la figura de Felipe González, el capital simbólico de los siete años de gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero y la implantación autonómica del partido en muchos territorios del Estado convirtieron al PSOE en “la palmera que se dobla pero aguanta el huracán”.
Es un ejercicio mental especialmente creativo imaginar al PSOE cayendo por debajo del 15% en unas elecciones generales. Ciencia ficción. Uno podría esperarlo del PP si se dieran ciertas condiciones, pero el PSOE es otra cosa. El socialismo español es la plasmación partidaria del sistema de valores hegemónico en España. Es progre y conservador, es liberal y social, es europeísta e iberoamericano. No parece que el diagnóstico de la dirección y el núcleo mayoritario de la militancia de Podemos haya ido en esta dirección, apostando de hecho por profundizar las confrontaciones y tratar de solventar aquellos 400.000 votos a través de la repetición de una misma consigna: “PSOE y PP, la misma… cosa es”.
Aquel 20%, aquellos 5 millones de votos eran el núcleo consistente del PSOE saliendo a votar a pesar de la euforia de Podemos, la pésima imagen del socialismo europeo, el 15-M en el que “los dos grandes partidos envejecieron de golpe”, el desgaste, los Ayuntamientos del Cambio… A pesar de todo, 5 millones. Los lazos identitarios e incluso familiares que venían sustentando amplias redes de afinidades partidarias seguían ahí y el mensaje era claro: no tenían pensado moverse. Podemos había sobredimensionado la volatilidad del votante histórico del PSOE. Dicho de otro modo, había infravalorado la disciplina, la organicidad y el tamaño de ese grupo. ¿Tenía sentido seguir repitiendo a estos cinco millones de fieles las maldades del socioliberalismo europeo y del PSOE en particular?
La nueva estrategia que nunca fue
Vladimir Lenin, que algo sabía de esto, decía en 1920: “las discusiones sobre la táctica son vanas si no están basadas en un claro análisis de las posibilidades”[1]. De este trocito del pensamiento militante del dirigente ruso se podrían extraer varias conclusiones, siendo especialmente útil aquí la de que no se toman decisiones tácticas sobre la realidad que se desearía tener, sino sobre la que en verdad se tiene.
Una vez reposada la resaca veraniega de las elecciones de junio, el diagnóstico respecto a los mínimos electorales del PSOE habría podido ser modificado por uno que asumiera desde la perspectiva de Podemos que ese 20% iba a seguir con la rosa y el puño el tiempo suficiente como para que no continuase determinando los pasos a seguir en el corto y medio plazo. Podrían haberse modificado en consecuencia las relaciones propuestas al socialismo en favor de unas fijadas en la cordialidad y en el acercamiento. Por dos motivos: el primero, que Podemos no tendría ninguna posibilidad de acercarse a ese núcleo duro del PSOE a través de desprecios y malas palabras; el segundo, que llegados a una situación parlamentaria en la que hubiera que negociar, sería importante haber cimentado unas relaciones interpartidistas como mínimo neutrales.
La línea seguida por Podemos, al contrario, fue la de tratar de profundizar en esa erosión al PSOE que comenzó con el 15-M, desentendiendo que aquel momento destituyente se había agotado ya. La insistencia del bloque transformador en levantar muros entre él y el socialismo acrecentó la distancia simbólica, identitaria y emocional, si bien la distancia ideológica permaneció casi intacta. Esta distancia programática no constituye por sí sola un escollo importante en unas negociaciones como las actuales. No lo fue en Portugal y no lo sería en España si la cuerda no se hubiera ido tensando desde 2016. La apuesta por continuar ampliando la brecha simbólica pasó factura de dos formas: en primer lugar fue, junto a las disputas internas, un elemento decisivo a la hora de decidir el voto de muchos progresistas en favor del PSOE; en segundo lugar, ensució el marco afectivo en el que deben darse las conversaciones que estamos viviendo.
El mal menor
Llegados a esta situación, Unidas Podemos debería haber tenido en cuenta varios elementos. El primero, que la brecha simbólica se debe empezar a cerrar, nada aporta en positivo seguir ensanchándola. El segundo, el peligro de unas nuevas elecciones tanto para Unidas Podemos como candidatura como para el bloque progresista en términos electorales y anímicos. El tercero, las potencialidades de alguna de las fórmulas de gobierno en solitario del PSOE.
En política, de nuevo, se trata de conseguir lo máximo en una situación dada y no en una situación deseada, así como de practicar la autocrítica y las renuncias parciales en los momentos indicados. Todo parece indicar que éste ha sido uno de esos momentos. Sin afecto, no hay acuerdo.
1. Lenin, V (1920). La enfermedad infantil del izquierdismo en el comunismo