La Vía Intermedia: las tres de últimas (1/3)

El preu de la llibertat

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Hace unas semanas un buen amigo me comentaba que le habían cerrado su bar de confianza. El Tronc, en Alcoy, se convertía así en una de esas víctimas de la pandemia que comenzó hace ya un año. Una pandemia que nos ha cambiado la vida y nos ha hecho enfrentarnos sin esperarlo, personal y colectivamente, a un reto titánico para lograr mantener la cordura, la estabilidad emocional y la salud mental. El pasado 17 de marzo, cuando un parlamentario en el Congreso hacía referencia a este problema que sufren cada vez más españoles, un diputado le gritó desde su escaño la siguiente barbaridad: ¡vete al médico!

¿Nos merecemos los ciudadanos el nivel político actual que tenemos? Desde luego que nadie merece tal castigo y vergüenza que sentimos todas las semanas. Todas. Pero la ciudadanía no puede nunca cometer el error de pensar más en los políticos de lo que los políticos piensan en nosotros. Si como sociedad nos dejamos llevar por el clima y el lenguaje constante de crispación, si abandonamos el pensamiento crítico y análisis sosegado y nos tomamos el debate político como si fuera fútbol… Y, sobre todo, si pensamos a lo largo del día más en la política que en nuestra pareja, nuestra familia o nuestros amigos, estamos cometiendo un profundo error. Porque cuando un pueblo está más pendiente de hablar de política que de hablar de amor, ese pueblo está condenado a marchitarse.

Siempre ha sido un riesgo y más hoy en día hablar de amor, de belleza y de tender puentes en la política y el debate público. Desde siempre y para siempre, esta corriente humanista de entender las relaciones sociales como una vía saludable y positiva para articular y organizar la comunidad política ha tendido a la marginalidad y al desprecio por pecar de “cursilería barata”. Pero como decía Aute, qué le voy a hacer si me falla alguna pieza por creer que la belleza no se rinde ante el poder. En estos tiempos de polarización en las calles, las redes y los parlamentos, en estos tiempos de mucho ruido y pocas nueces, ¿qué hemos olvidado?

Hemos olvidado que sin los demás estamos solos. Que ni el más nítido espejo puede reflejar quién somos en realidad como individuos. Porque tan sólo el otro, el prójimo, puede revelarnos nuestra propia imagen. Tan sólo el otro puede definirnos. Hemos olvidado que, como seres sociales, necesitamos de la presencia del otro en nuestras vidas. Siendo el ser más frágil del reino animal en su nacimiento, el ser humano no podría sobrevivir por sí mismo ni una sola semana sin la ayuda de los demás, sin la ayuda de la comunidad. Siendo así de necesaria la colaboración y la importancia del otro en nuestros primeros pasos en la vida, ¿no será también, igual de necesaria, la presencia del otro a lo largo del resto de nuestra existencia? Hemos olvidado, por tanto, que convivir significa aceptar y respetar que existe un otro que no es como nosotros, pero que es necesario e imprescindible para definirnos, relacionarnos y avanzar como sociedad. Hemos olvidado que yo soy el otro. Que tú eres el otro.

Y por ello es tan importante en estos momentos de tempestad política y social tener un espacio donde cobijarse por pequeño que sea. Un refugio, como la ínsula capitaneada por Borja Sémper y Eduardo Madina (y, por supuesto, el ínclito y maravilloso de Carlos Alsina) donde resguardarse del debate polarizado y brutal, del carrusel de acontecimientos, del vivir semanalmente “momentos históricos” en la política española. Es más necesaria que nunca una vía intermedia que nos reconecte con los valores y virtudes clásicas del respeto y aceptación de ese prójimo y su integración en la comunidad política. Pero si como parece seguimos renunciando y desviándonos de ese camino colectiva e individualmente, seguirán dominando nuestros días una ética y una moral que son cimientos muy flacos para el vasto edificio de nuestras democracias. Y si tal edificio acaba cayendo, no habrá médico capaz de sanar a nuestras sociedades frente al fantasma que de nuevo vuelve a recorrer Europa.

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