La izquierda debe morir. Y debe hacerlo no solo por el carácter caduco del concepto que simboliza, sino también por representar de forma nefasta a una masa social heterogénea, moderna y difícilmente definible.
No es ningún secreto que el progresismo suele organizarse en España de una forma bastante más pobre que el conservadurismo. Aludiendo a cuestiones meramente logísticas, la izquierda se ha visto históricamente más cómoda en la calle, mientras que el hábitat natural de la derecha ha sido el de las instituciones. El ejercicio del poder debe ser siempre el objetivo de cualquier fuerza parlamentaria, por lo que no deja de resultar paradójico que algunos movimientos se mimeticen con la oposición de forma casi camaleónica.
El concepto de perdedor nato se entiende fácilmente cuando analizamos a Izquierda Unida. Un brazo percibido como radical, sectario y en la práctica sólo útil para facilitar gobiernos a la izquierda más reaccionaria. Es aquí donde entra a colación el debate que ha protagonizado, dividido y en última instancia dilapidado a Podemos: la dicotomía valores vs. electoralismo. La tesis de Iglesias (fuertes ideas con poco recorrido) contra la de Errejón (frente amplio con ideas más volátiles). Es buen momento para recordar, también, que la propaganda política es clave y que de nada sirve poseer buen fondo si eres incapaz de transmitirlo. De esta forma, puedes ser el mejor candidato del mundo, que si tu partido se ve desde fuera de forma negativa, jamás podrás superar la irrelevancia. Así es como perdimos en Anguita al mejor Presidente que pudo tener nuestro país.
El mundo siempre ha cambiado, pero la velocidad de esos cambios crece en los últimos años de forma exponencial. Las redes sociales han revolucionado la comunicación (también política), y en un mundo de informaciones livianas y con tendencia a la no profundización, las primeras impresiones y el boca a boca constituyen un factor clave. La modernidad no espera a nadie, y los osados tradicionalistas reticentes a la adaptación sólo pueden esperar el más absoluto fracaso. Ese está siendo el camino de alguna izquierda. Pero maticemos. No es del todo correcto hablar de la izquierda como ente definido. Personalmente, prefiero las izquierdas, ya que no se trata de una ideología concreta, sino de una serie de preferencias que se tiende a agrupar —erróneamente— por una cuestión más histórica y pragmática que político-ideológica. Entiendo el punto: de alguna forma hay que dividir para que quede lo más claro posible. No obstante, una división en dos grandes bloques orienta el debate no al intercambio de ideas (idea primigenia y fundamental en una democracia), sino a la ubicación de cada bloque en polos antagónicos e irreconciliables. Esta verdad falaz ha sido asumida como dogma en la actualidad, y son raros los pactos entre contrarios y comunes los votos más por doctrina que por convencimiento. El diálogo en ningún caso profundiza en los fondos de la cuestión, y los debates, antaño intercambios de ideas, se han convertido en exposiciones orales de un programa ya de sobra conocido por cualquiera con algo de interés en el tema.
Esto, desde luego, no es culpa de la izquierda, ni tampoco de la derecha. Al menos no totalmente. Ambas ideologías se han limitado a seguir una tendencia del sistema mismo, reproduciendo actitudes no deseables. Pero no creo que buscar culpables dé solución a nada. En su lugar, urge un cambio; una renovación. Un nuevo Manifiesto, una refundación. Desde luego, esta idea no es nueva. Partiendo de una base ideológica, su evolución y revisión es inevitable e incluso sana de cara a la no caducidad de las ideas subyacentes. Así, es estúpido no reconocer el mérito de Marx al analizar de una forma tan precisa la coyuntura de su tiempo, pero también lo es el pensar que ideas de hace 100 años puedan tener vigencia en este momento histórico. No dejan de producirme ternura los nostálgicos de tiempos pasados: los que echan de menos la Unión Soviética, los que niegan la existencia de la clase media, los que siguen poniendo el foco en la lucha de clase y tomando como secundarios otros conflictos… Esta es la izquierda que debe morir. Y no la estoy matando yo, que conste. Morirá sola, por vejez, por irrelevancia y por caducidad. Es el proceso natural de la vida, y está bien que así sea. Ojo, esto no significa olvidarnos de nuestro pasado; significa mirar hacia delante. Los que dieron la vida por un mundo mejor deben ser recordados y honrados como se merecen. Las ideas caducas que he mencionado antes han sido muy beneficiosas a lo largo de la Historia, y hay que agradecerles los progresos sociales y en calidad de vida más grandes de la Humanidad. Pero en este artículo quería mirar hacia delante, no hacia detrás.
Hay una izquierda rancia, malhumorada y amargada. Y, siendo franco, entiendo que lo estén. Pero eso no significa que debamos asumirla como mainstream, sino que tenemos que aceptarla como trivial. Esta izquierda es representativa de un sector cada vez más pequeño de la población: un movimiento de masas sin masa, que carece del sentido de su propia definición y que ha sido, es y será de nicho. Además, en un doble sentido: por su condición de sectaria y por su situación de cadáver. Esta izquierda, resultado directo del contexto histórico, no sirve para atraer votantes, sólo para contentar a los ya convencidos. Esta izquierda tiene un techo de voto definido y relativamente bajo, y en la práctica dada la situación actual, sirve solo para condicionar las decisiones del PSOE. Esta es la posición que ha asumido Podemos desde que se mimetizó con Izquierda Unida, y que difiere del sentido mismo de la creación del partido. Ante eso, el espíritu original. El que ahora, dice, está intentando recuperar Más País. Ya veremos con qué éxito, pues se trata de una fórmula quizá ya usada en demasía. Lo que debe ser la nueva izquierda es ganadora. Y para eso, ha de tender más a un frente amplio con diferentes corrientes (con el peligro que conlleva) pero una base común. Una base coherente, y que pueda compartir el 90% de la población. Ecologismo, feminismo, mejora de la calidad de vida. Ejes de sentido común para un programa atrapatodo. Esta nueva izquierda no se autodefine como izquierda (el propio término asusta por su connotación y sus errores históricos), pero lo es claramente por sus políticas. Es hora de de acabar con los conflictos internos y los repartecarnés. Da igual quién sea más de izquierdas. Toca hablar de lo importante.
Por último, es necesario hablar de la estrategia. En el momento actual, en España, las campañas giran en torno a una persona; un nombre. Casi un símbolo. La tendencia personalista de todos los partidos se ha intensificado sobremanera en los últimos años, tanto que es posible que incluso las siglas estén pasando a un segundo plano. Ante esto, y dada la guerra de egos que vive la izquierda, un frente amplio que abarque todas las fuerzas progresistas se torna utópico. Además, la contaminación de algunas fuerzas y su mala imagen pública (comentada anteriormente) podrían incluso restar a una iniciativa que ha de ser de masas. Ante eso, ¿qué nos queda? ¿Está todo perdido? Desde luego que no. Y aquí llega el último punto clave: la izquierda moribunda y la nueva izquierda, pese a ser tan diferentes pueden y deben convivir. Al fin y al cabo su electorado es diferente y sus medidas también difieren en muchos casos: cada cual pone el foco en lo que más importante le parece (obrerismo vs. ecologismo, por ejemplo), aunque no hay que olvidar la existencia de ciertos pilares comunes de cara a pactos postelectorales. Esto probablemente, divida el voto, pero si se plantea con mirada larga y objetivos de gran longitud, puede asumirse como un precio por pagar. Al fin y al cabo, vivimos tiempos de transición donde ninguna ideología se salva de la volatilidad. La forma de hacer política cambia inexorablemente, y la evolución continua se ha impuesto ante la revolución aislada. Hay una batalla que librar, y nunca una pluma resultó ser un arma tan letal.