Eran las seis de la mañana y no habíamos dormido nada. Y no, no era por amor como dice aquel hit reguetoniano, sino por la obsesión que tienen algunos de que seamos los nadies, los de abajo, los que paguemos los platos que ellos han roto desperdiciando los recursos que son de todos. Eran las seis de la mañana y más de setecientos estudiantes hicieron que me sintiese el alumno más orgulloso del mundo. Atrincherados en el Rectorado de la URJC en Móstoles, y movidos por las organizaciones estudiantiles de los diferentes campus universitarios, protestábamos contra los planes del Rectorado para acabar con Grados, extinguiendo titulaciones y haciendo pagar de nuevo su mala gestión a quienes nada deben por los actos cometidos por directivos negligentes. Sí, esa universidad a la que —en eso sí se ponen de acuerdo— medios de todos los rincones del Estado están tratando de hacer daño sin tenernos presentes, regalándole la universidad a quienes la gobiernan despóticamente exactamente igual que hicieron regalando la bandera de España a la derecha o el patriotismo a los extremistas.
Taponamos las dieciocho entradas del campus desde las seis de la mañana, con alegría, ilusión y orgullosos de la acción que estábamos realizando; sin hacer daño a nadie, sin perjudicar a los funcionarios que tenían que entrar a trabajar, y, lo que es más importante, conscientes de querer llegar al final con la conciencia tranquila de quien no pudo hacer ya más. El Consejo de Gobierno, fiel a su estilo del de6cretazo, en vez de dignarse a hablar con los alumnos prefirió esconderse. De los 56 miembros del Consejo solo consiguieron acceder al recinto 36, una cantidad escasa pero suficiente para que este pudiese celebrarse. Como las entradas estaban taponadas, tuvieron que entrar como ratas por unos túneles subterráneos cuya existencia el alumnado desconocía totalmente. Un metro cuarenta medían los túneles por los que, testarudamente y con el miedo de quien tiene mucho que perder y poco que ganar con el diálogo, entraron los consejeros. Incluso se especula que el Rector entró a las 5 de la mañana, como si de un antihéroe de Marvel se tratase.
El plan logró, finalmente, imponerse a sangre y fuego, sin excesiva presencia de los medios —también comprensible teniendo en cuenta la marabunta mediática en medio de la cual nos encontramos inmersos— y con la amenaza constante por parte de la dirección de llamar a la Policía. En pocas huelgas han estado si su única valoración al respecto de uno de los mayores encierros de universitarios del Estado —al tiempo que más pacíficos— es que la actitud del estudiantado era “antidemocrática”. Ellos son esa misma gente que a lo largo de la Historia ha deslegitimado las huelgas porque “no servían para nada”. Que se lo cuenten a los trabajadores de Coca-Cola, a los de Cacacolat, a los de Amazon o a tanta gente que ha luchado a lo largo de tantos años para que tengamos derechos. En palabras de Jorge Moruno, “salir del camino que nos conduce a la servidumbre comienza cuando los que verdaderamente producimos la riqueza y damos sentido a la vida tenemos fuerza y obligamos al 1% a escuchar la misma pregunta: ¿y, vosotros, para qué servís, parásitos?”. Y esa, queridas amigas, es la pregunta que hicimos resonar en la cabeza del Rector aquel día.
“Señor Rector…hágame caso por favor, solo quiero su dimisión” #Plan13defebrero pic.twitter.com/kcfPN3T0RA
— Jordi S. i Carbonell (@SrCarbonell) 21 de febrer de 2019
Como dijo Sun Tzu hace más de dos mil años, “un verdadero maestro de las artes marciales vence a otras fuerzas enemigas sin batalla”. Y eso es lo que hizo el equipo de Gobierno de la Universidad. Después de muchas horas de esfuerzo —sobre todo por parte de las asociaciones organizadoras— el resultado fue muy decepcionante. Mucha gente volvió a plantear preguntas como para qué servían las huelgas en el siglo veintiuno (como si el cambio de siglo nos hubiese hecho inmunes al abuso y el expolio) o qué se había conseguido. Si bien la intención era conseguir que no se celebrase para obtener margen de tiempo y plantear una moción de censura y el plan se aprobó, la universidad dio un ejemplo a todo el Estado de inteligencia colectiva, de organización y de dignidad. Todos pudimos decir con la cabeza bien alta —exactamente igual que cuando vamos a clase con profesores que nos motivan y apoyan académica e intelectualmente— que éramos orgullosos alumnos de la URJC: aquellos irreductibles galos que peleaban (ahora y siempre) contra el invasor, como cantaba La Polla Records.
Estimados compañeros y lectores, puede que en mi universidad hayamos perdido una batalla, pero, como también contaba el sabio Sun Tzu hace muchos años, perder una batalla no es perder la guerra. Este es un llamamiento a todas aquellas personas que luchan día tras día para cambiar sus entornos. Hoy me bajo de mi púlpito de articulista. Hoy renuncio. Hoy, porque vivir quiere decir en muchas ocasiones tomar partido, soy uno más, y me rindo a los pies de todas y cada una de las personas que se han movilizado y movilizan día tras día para cambiar las realidades en las que se mueven y tener una mayor participación. En esta realidad líquida en la que nos quieren atomizados y aislados, la única certeza con la que contamos es que nos tenemos unos a otros, que no estamos solos, y que solo uniéndonos, formándonos y organizándonos podremos luchar por aquello que creemos que es justo. Eso sí, con dogmatismos y sin ilusión, nunca conseguiremos caminar pasos hacia adelante en este sueño eterno de Galeano que es la utopía.
