Estar o no estar es la nueva propuesta de Isidoro Valcárcel Medina (Murcia, 1937) para el espacio del Teatro Pradillo (Madrid), que acogió dos representaciones los días 23 y 24 de marzo. Con la intertextualidad con Shakespeare en la mente, se entra a la sala en cuyo escenario Valcárcel Medina se encuentra sentado a una mesa, absorto en varios papeles. Una caja azul guarda todos los utensilios necesarios, bolígrafos, grapas y rotuladores. La propuesta está estructurada en tres actos, siguiendo el orden lógico del proceso de construcción de una obra teatral: el texto, el decorado y finalmente, la representación. Así, asistimos primero a la elaboración del texto: Valcárcel escribe sin descanso alternando dos bolígrafos y un rotulador, agrupa los escritos, los grapa, los marca e incluso apunta en los márgenes. El único sonido en la sala es el de la escritura. Mostrándose en ocasiones dubitativo, en otras seguro, acaba por ordenar todos los papeles y levantarse de la mesa.
Un golpe de iluminación indica el paso al segundo acto, al que Valcárcel se presenta con un cambio de vestimenta: ha sustituído un jersey por una camisa a cuadros, que marca la diferencia del actor del texto al actor montador de la escenografía. Cubre la misma mesa del primer acto con una tela naranja que transporta en un carrito de carga, y coloca el plano del espacio sobre ella, junto a tres instrumentos de medida: una regla desplegable, un metro y una cinta métrica. Con cierta parsimonia, va tomando medidas del escenario, marcando puntos concretos, hace ángulos y vértices en el espacio curvo del teatro Pradillo. En cada punto va colocando paneles de distintos tamaños y colores, hasta siete. A la izquierda de la mesa deja el carrito con telas. Todo este proceso se desarrolla, al igual que el primer acto, sin mediación de palabra.
La ruptura del silencio llega en el tercer acto, para el que Valcárcel se viste de chaqueta. “El fantasma del teatro asoma de nuevo” nos anuncia desde uno de los paneles. En este acto asistimos a una reflexión sobre el concepto del teatro a lo largo de la historia, primero como una farsa en la que se unen varias clases sociales por lo que denomina “simpatía de la risa”, una farsa en la que no falta la mención a las máscaras, típicas del teatro. Adoptando distintas actitudes en función de los paneles desde los que habla -se coloca delante, a los lados, oculto tras ellos o incluso detrás, dejando visible solo su cabeza, cubierta con un sombrero con el que nos saluda, “rindiéndonos pleitesía”-, Valcárcel examina todos los elementos del proceso teatral leyendo el texto compuesto en el primer acto. Con un tono monónoto, más de lectura que de interpretación teatral, declara que el autor pide “aniñar el espíritu”. Terminada la lectura de un texto, que deposita en el suelo al lado del panel correspondiente, hace mutis en busca del texto siguiente. Hace alusión al concepto de teatro platónico, un teatro mimético y establece el escenario como una lengua de todos que se repite, de manera que la conciencia del intérprete es saber el número de veces que se repite la repetición.
Para Valcárcel, el dilema del teatro es el movimiento de las palabras, tal y como sentencia detrás del carro de carga, único objeto con ruedas que hay en el escenario. Tras él, reflexiona sobre el movimiento en la escena, tanto de las palabras y su Estar o no estar pues “el vehículo del lenguaje no tiene ruedas pero altera su posición”, como de los personajes. Así, añade a sus palabras un contenido simbólico que viene dado por lo visual, cada panel parece marcar el texto leído, o viceversa. No es raro entonces que tras el panel negro, oculto a la vista del público, enuncie el dilema del verbo estar y afirme que el fantasma del teatro no es, sino que solo está. La naturaleza del teatro es la fantasmagoría y se pregunta si cabe una escena sin palabra, si puede haber una escena en un espacio de oscuridad. Aquí nos encontramos de golpe con el sonido de la voz como un impacto y con la cita impresa en la entrada: “estar en la palabra, pero no identificar sus signos; no estar en el silencio, pero abogar por su imagen”. Todas las reflexiones sobre el teatro se van presentando, según el mismo Valcárcel, de manera caótica puesto que la representación del drama no tiene desarrollo lógico; caos que contrasta con la clara delimitación de los actos y la precisa relación que nos ofrece entre el texto y los elementos escenográficos. En esta perfección, nos dice que toda criatura debe tener un drama, y que un escenario es una representación de la realidad, pero que no existe por sí mismo: “nada en esta comedia existe de hecho”.
La relación entre la escenografía y el contenido del texto se hace aún más patente en el uso que hace de los paneles dobles, en los verdes escenifica un diálogo consigo mismo sobre las deficiencias del arte actual, su falta de riesgo y de criterio. Este diálogo está marcado por la línea que separa los paneles, y adquiere un tono cómico, que pasa a ser solemne cuando, colocándose en la otra pareja de paneles, se sitúa detrás y recita el único texto no leído: el famoso monólogo de Hamlet, hito en la historia del teatro, y que le da el título a la representación, aunque alterado, en lugar de ser o no ser, para Valcárcel es “Estar o no estar”.
De este modo, a través de reflexiones sobre la naturaleza del teatro y del arte, con una clara postura a favor de la interdisciplinaridad y algunos datos históricos como la expulsión de los bailarines de Roma por sus pasiones libidinosas o la prohibición de casarse con actores, Valcárcel insiste en la idea de desvirtuar el tinglado del teatro, de la farsa y de que la representación siempre queda fuera de la obra. Con perfección formal reflejada en la obsesión por el número tres, pues tres son los actos, tres las veces que cambia el vestuario, tres los instrumentos que utiliza en los dos primeros actos y tres las veces que hay un cambio de iluminación, a la que él mismo hace referencia diciendo que son “señal del fantasma”, el artista disecciona todos los elementos del teatro, extrapolándolos en gran medida al arte plástico y cuestionando sus límites. Tras este ejercicio de desautomatización, presente a lo largo de toda su carrera, vuelve al principio sentándose en la mesa y sentencia: “he aquí el tinglado de la antigua farsa”.