Defender una visión distinta al pensamiento oficial suele ser una postura incómoda en cualquier lugar, pero en este país llamado España resulta especialmente agotador. Y si además esa defensa se desarrolla en un entorno hostil, la misión se torna en casi suicida. En el panorama del proceso catalán existen diversos bloques que monopolizan la atención: catalanes que quieren la independencia, catalanes que no la quieren y ciudadanos españoles de fuera de Cataluña que se oponen no sólo a la independencia, sino que también a cualquier tipo de debate. Pero siempre hay matices y este caso no iba a ser una excepción: algunos ciudadanos de otras comunidades autónomas, que pueden tener vínculos afectivos o no con Cataluña, ven razonable que los catalanes decidan su futuro. El denominador común de todos ellos no es necesariamente su amor por esta parcela triangular del nordeste peninsular, sino que son esencialmente y profundamente demócratas. Son invisibles, porque su voz queda ahogada por el ruido blanco que les rodea, de forma que pueden gritar hasta quedarse afónicos, pero nunca tendrán reflejo en los medios de ámbito de estatal y, para mayor desgracia, en Cataluña nadie sabrá que existen.
Su entorno es, efectivamente, hostil. Deberían estar arropados por la izquierda política y por la intelectualidad, pero lamentablemente la izquierda española, la misma que reniega de fronteras y que pide la autodeterminación para el Sáhara, calla ante el caso catalán; y cuando no calla es para negar rotundamente el derecho de los catalanes a decidir sobre su futuro. Por poner un ejemplo, los líderes de Podemos, plataforma que se ha otorgado a sí misma la etiqueta de “regeneradores de la democracia” dicen que la independencia sería un disparate. Los intelectuales, los que salen a la calle a reclamar derechos para países remotos, se esconden debajo de las piedras, demostrando aquello que muchos niegan: que en España no se puede opinar libremente.
Por todo eso, aún tiene más valor el trabajo de unos pocos, auténticos outliers comoRamón Cotarelo o Suso de Toro, que se atreven a hablar sin censuras del proceso catalán, aunque eso les cueste quedar marginados de los grandes medios. Y detrás de ellos, algunos ciudadanos anónimos, que se juegan la imagen y el físico por defender la tesis democrática según la cual los catalanes deberían tener derecho a votar. Pienso, por ejemplo, en aquellos que apoyan, o al menos comprenden, “el procés” desde Valencia, un territorio donde la lengua propia, la de sus antepasados, está en retroceso después de décadas de acoso. Si allí defender lo autóctono está mal visto y es un riesgo para la integridad física, ¿qué tipo de aventura ha de suponer la defensa de los derechos de los vecinos del norte?
Sólo me resta decir una cosa: muchas gracias a los invisibles que anteponen la defensa de la democracia a sus propios intereses personales.
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