Hacia una reflexión sobre los cuidados, desde la huelga feminista del 8M

El preu de la llibertat

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Como todas sabemos, uno de los ejes de la huelga feminista del 8M ha sido el de cuidados. Ya que este tema siempre fue de gran interés para mí, decidí involucrarme en esa comisión. Pero, tras la primera reunión, preferí continuar con mis activismos habituales, pues había numerosas divergencias en cuanto a la visión que tenemos de los cuidados. Con este artículo no pretendo dar lecciones de qué o cómo se podría/debería haber hecho, pero sí reflexionar y plantear algunas cuestiones.

Debido a que los diccionarios recogen significados que suelen referirse –no inocentemente, ya lo sabemos– a la parte de la realidad de quienes se mueven (nos movemos) en los privilegios y la normatividad, para un acercamiento a la definición de los cuidados elijo este párrafo:

Empezamos preguntándonos qué entendemos por «cuidados» y acabamos hablando de un sinfín de realidades relacionadas con la sostenibilidad de la vida, desde limpiar la casa o el centro social, hasta la gestión de las relaciones de pareja o militancia. Podríamos decir que los cuidados son esas «pequeñitas» cosas, a las que muchas veces no damos importancia, pero que, si las modificas, alteras todo[1].

Pero, ¿de qué forma estamos llevando los cuidados a la agenda feminista? Coincido con Alicia Murillo en que no les estamos dando suficiente importancia y en que aún predomina el intento de copiar el paradigma normativo –el masculino–, que está alejado de ellos. A pesar de que cada vez aparecen más en los debates, continúan estando infravalorados con respecto a otras tareas, de forma que perpetuamos las relaciones verticales en vez de construir horizontalidad[2].

Que los trabajos de cuidados han sido históricamente realizados por mujeres es una afirmación que, dentro de los feminismos, muchas conocemos y aceptamos. Por ello, demandamos que cuidemos todxs, que los dispositivos institucionales relacionados con los cuidados estén mejor preparados y que no se privaticen; porque no podemos separar lo público de lo privado, y es que ningún ser humano creció por sí solo cual champiñón. Queremos parar y hacer huelga, pero, tal y como respondía en una entrevista Silvia Federici hace unos días, “es importante hoy abrir una visión estratégica, no solamente salir a la calle, sino salir a la calle con una visión de lo que deseamos e intentamos construir. Sería una pena si vamos a la calle todas contentas y después regresamos a casa y no se une este momento con la construcción de algo distinto”.

Por ello me surgen distintas preguntas: ¿qué pasa con las que necesitan ser cuidadas? ¿podemos hacer huelga de todos los cuidados? ¿podemos, debemos y queremos hacer todas huelga de cuidados? ¿qué cuerpos se consideran adecuados para cuidar y cuáles no? ¿qué pasará cuando llegue no ya un 8M en el que seamos nosotras quienes necesitemos los cuidados, sino un momento de la vida en el que los necesitemos permanentemente? ¿quiénes se sentirán incluidas en esta huelga? ¿se sentiría incluida mi abuela, se sentirá incluida mi madre, mis tías?

En un intento de responder a algunas de las preguntas, conversé y leí acerca de qué opinan sobre esto quienes, por distintos motivos, dependen de cuidados de los que yo ahora mismo no dependo y tienen otras experiencias vitales. Una amiga con una discapacidad sensorial me contestó que en nuestra sociedad se considera a las personas con diversidad funcional como personas que deben ser cuidadas, por lo que es muy difícil que se les permita ejercer el rol de cuidadoras. Jamás una amiga le ha dejado a ninguna de sus criaturas, a pesar de que obviamente toda persona con una diversidad conoce qué tareas puede desarrollar y cuáles no, de igual forma que yo sé que no puedo ver de lejos sin gafas. Está convencida de que actualmente se valora muy positivamente que seas autónoma, trabajes remuneradamente o te compres un piso; en cambio, si tomas la decisión de ser madre/padre, de repente, todos los comentarios se tornan en cuestionamientos.Así pues, la posibilidad de “renunciar al rol de cuidadora” es un privilegio que tenemos los cuerpos considerados capaces. Leonor Silvestri explica el porqué de esto mucho mejor que yo:

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[…] En el paradigma capacitista que la heterosexualidad heterocapitalista y biopolítica construyó, «discapacidad» supone no hacer algo, estar impedida, significa tener la sensorialidad y las potencias arrasadas. […] Lamento mucho que algunas de ustedes piensen que, porque un médico no les dijo lo contrario, no portan cuerpos diversos en sus funcionalidades, sentires, desarrollos y potencias. Me da una pena infinita que piensen que la riqueza de la diversidad cultural y la biodiversidad siempre a proteger no incluye la diversidad funcional[3].

Ojalá caminemos hacia la ruptura de las dicotomías, la jerarquización de las tareas y la división sexual del trabajo. Ojalá intentemos, empezando por lo cercano, poner la vida en el centro. Que en nuestro hacer diario, aunque sigamos rodeadas de precariedad e injusticias, lo más importante sean nuestras necesidades y las de quienes nos rodean. Que cuidemos el sostenimiento de la vida. Hace poco, una compañera proponía en este artículo que “nos cuidemos en simbiosis, desde la horizontalidad y no desde la sumisión. Co-cuidar multidireccionalmente […]”, una bonita idea hacia la cual caminar.

Una de las pocas cosas que creo haber entendido de la vida, es que lo más importante que podemos darle a alguien es (nuestro) tiempo. Dedicarle tiempo: a hablar, a escuchar, a abrazar, a jugar, a llorar, a compartir comidas… a cuidar. Y termino: “Sabemos que la revolución sigue teniendo que ser feminista, si no, no será revolución. Cuidemos pues la revolución. Que la revolución sea con cuidado, con mucho cuidado”[4].


[1]              Iglesias Buxeda, Maite (2015) “Sin los cuidados, no es (nuestra) revolución”, La Madeja nº 6, pp. 26-27.

[2]              Íbid.

[3]              Silvestri, Leonor. 2017. Games of Crohn. Queen Ludd: Buenos Aires.

[4]              Iglesias Buxeda, Maite (2015) “Sin los cuidados, no es (nuestra) revolución”, La Madeja nº 6, pp. 26-27.

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